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Crónica del Gasshukku de la Federación Internacional de Jo-do (Julio 2009)

por Alberto Selgas

Entre el 18 y el 25 de Julio de 2009 tuvo lugar en Matsumoto, Japón, el seminario trianual de la Federación Internacional de Jodo. Era la primera vez que este evento tenía lugar en el país de nacimiento del arte marcial que nos une, así que para establecer un entorno aún más prometedor la organización consideró que debÌa tener lugar en las montañas de la prefectura de Nagano, para rememorar la leyenda que cuenta cómo el Jojutsu fue concebido por el mismo Muso Gonosuke en su periodo de retiro en la montaña. Hasta Matsumoto se desplazaron casi 130 jodokas de 16 países en cuatro continentes para practicar de forma intensiva, de la misma forma que nos reunimos cada verano bajo el amparo de la Federación Europea, pero esta vez con un sabor más auténtico (si cabe) y un presupuesto para jodokas sin contemplaciones.

El sábado 18 fue el momento de reunirse en la estación de Tokyo Central para unirse a la comitiva hasta las montañas, un viaje en autobús que podría haber llevado dos o tres horas pero que, para recrearse en la auténtica experiencia japonesa, llevó más de cinco, quizá para que los visitantes pudieran apreciar la dimensión de los atascos en Tokyo. Después de esto, con la paciencia agotada, podrán pasar por la M-30 en obras y referirse a aquello como ‘cuatro coches…’ sólo para poder arrancar por enésima vez con ese «pues cuando yo estuve en Japón» con el que aprovechar para martillear una y otra vez a su familia o amigos en memoria del viaje de los viajes del budoka.

Ya en nuestro destino, la cena de bienvenida fue espectacular. La variedad de sabores y colores de la cocina japonesa es algo que no se puede apreciar totalmente hasta que se consigue superar el tópico del pescado crudo. Efectivamente, las bandejas de sashimi abundaban en todas las mesas, desapareciendo a gran velocidad, pero eso era sólo el principio. Pollo y pescado empanados como si aquello fuera una versión mejorada del fish and chips, ensaladas de trigueros, ajetes y tomatitos con una salsa que parecía gazpacho, tempura de todas las verduras imaginables, pero también de pescado o de… ¡calamares!, que a eso se le ha llamado calamares a la romana en mi casa de toda la vida, sólo que siempre es estupendo probar una versión mejorada por la delicadeza japonesa. Debo resumir, así que sólo diré que la variedad de platos era tal, que los carteles de la organización sólo nos indicaban cosas como ‘it contains fish and shellfishes’ o ‘it contains pork’, porque de lo que formaba los diferentes platos no había quien se hiciera una idea completa. Sólo sabíamos que todo tenía muchos colores, y que estaba muy bueno, y que había que combinarlo todo a porrillo en el plato y rematar con toneladas de sandía, madre mía, qué sandías, como si hubiéramos estado comiendo imitación toda la vida. Y qué piñas, como venidas directamente del trópico. Los japoneses quedaron bastante atemorizados por el increíble apetito occidental, pero cuando se trataba de la sandía la cosa tomaba otra proporción. La sandia es considerada un alimento casi de lujo, y su precio es bastante elevado, de forma que se sirve en pequeños trozos, en realidad como toda la fruta en una comida típica japonesa. Pero en este caso nuestros queridos anfitriones tenían que contemplar cómo nos plantábamos unos cuencos de no menos de diez trozos sin rubor alguno, eso si no repetíamos con igual desmesura. Por lo visto, la cocina tuvo que aumentar considerablemente los pedidos de sandía, visto que aquello era como alimentar una legión de elefantes con cacahuetes. Un festival.

El ambiente en el hotel de concentración era otro de los puntos fuertes del stage. Como corresponde, se trataba de un Ryokan, el estilo de alojamiento tradicional de Japón, con suelo de tatami y nuestro futón para dormir. Las habitaciones eran estupendas, y se hacían mucho más espaciosas al usar este método de las camas desmontables. Lástima que la asistencia desbordara las previsiones y buena parte de nosotros tuviera que dormir en una gran sala, acondicionada igualmente con tatami para no perder autenticidad. Pero esto era lo de menos. Para cuando llegábamos a la cama poco importaba, no había problema para dormir a pierna suelta a pesar de que el sol empezaba a salir a las cuatro de la mañana.

La rutina era simple. Amanecer a las seis de la mañana para estar practicando en el campo de béisbol a las 6:30. Era el momento de despertarse con una buena colección de suburis, que fueron complementándose con algunos ejercicios variados a cargo de Vicente y Addo, los encargados de las lecciones a estas horas. Pudimos comprobar cómo para muchos estos ejercicios resultaban novedosos, y cómo cada uno descubría pequeños detalles a corregir que eran evidentes de esta forma cuando podían haber quedado disimulados por la rutina del suburi. Afortunadamente Vicente ya nos había revelado muchos de estos ejercicios, lo cual no nos impidió insistir en alguno de nuestros errores favoritos para poner a prueba su paciencia.

Tras la práctica llegaba nuestro momento favorito: el ON SEN. Dado que se trataba de un alojamiento estratégicamente ubicado en la falda de una montaña, inevitablemente volcánica, el hotel no sólo contaba con los clásicos baños japoneses, sino que estos eran de aguas sulfurosas. Allí íbamos directos después de cada práctica, por lo menos tres veces al día, para disfrutar casi más que con la práctica. Como manda la costumbre japonesa, uno se lava antes de bañarse, para estar bien limpio en el agua comunal. Sentado en un taburete de plástico algo ridículo, uno se enjabonaba bien y se aclaraba antes de poder pasar a las bañeras. La mayoría eran de agua muy caliente, tanto a cubierto como en en el exterior (una auténtica joya de jardincillo zen), por lo que dado el sofocante calor nipón, la que más éxito tenía era la minibañera del agua fría. En ella apenas cabíamos de dos en dos, apiñados, pero el placer de bañarse en agua gélida era tal que no salíamos hasta tener la piel como los pollos. De vuelta al agua caliente, luego unos chorros en el cogote, vuelta al agua polar o un momento en el jacuzzi y casi no había quien llegara a tiempo a desayunar. La rutina se repetía invariablemente tras cada una de las lecciones, hasta el punto de que llegamos a pensar que sólo practicábamos para tener la excusa para volver al onsen. De paso, era el momento para hablar tranquilamente con el resto de los jodokas, teniendo oportunidad de pasar muy buenos ratos. Lamentablemente, desde que los estadounidense se hicieron cargo de la administración de Japón tras la segunda guerra mundial, los baños públicos ya no son mixtos. Una pena.

Tras el desayuno, que era igualmente a base de arroz, pescado, huevos y fruta, así que era un poco raro para el gusto occidental por los dulces. Como corresponde a la extrema atención de los japoneses por los detalles, al tercer día teníamos pan de molde y bollitos, un trato especial ya que en la dieta tradicional japonesa es el arroz el que ocupa el papel de nuestro pan.

La siesta después del desayuno era casi inevitable, pero el tiempo escaseaba porque de 9 a 12 venía la clase principal. Sobre la práctica diré poco. Creo que de poco sirve el repaso de los ejercicios realizados, y tampoco se hizo nada fuera del guion. Baste decir que tuvimos la oportunidad de ver cómo Nishioka sensei demostraba todas las katas agrupadas por series, más que suficiente. Aprovechó además para recordar los detalles más importantes de cada una de ellas, destacando sobre todo la sencillez de sus explicaciones. Lejos de discusiones sobre detalles microscópicos sobre los cuales divagamos a menudo los practicantes, mi impresión general es que para Nishioka sensei lo importante es mantener bien claro cual es el objetivo de cada movimiento, mantener clara la intención de lo que se quiere hacer por encima de preocuparse de si la mano va a tres o tres centímetros y medio del ombligo. A muchas de estas pequeñas dudas que surgían, por ejemplo, como shidachi, su respuesta era a menudo que cada uno debía hacer el corte como más cómodo le fuera, manteniendo el objetivo, y con el brazo lo más suelto posible. Realmente es siempre un placer asistir a sus explicaciones, cuya sencillez tan japonesa, que no simpleza, resulta mucho más ilustrativa que los excesos verbales a que tendemos los occidentales para tratar de explicar lo que se puede aprender sólo practicando. Afortunadamente para todos, registramos en video la mayor parte de estas explicaciones, por lo que el que tenga los contactos adecuados podrá hacerse una idea del excelente repaso dado a las katas de jo, ken y tanjo.

El almuerzo, hacia las 12:30-13:00, era la menos formal de las comidas, ya que consistía en un bento, que es como se designa a un concepto estupendo de comida rápida japonés: una cajita de plástico con un filete de pollo o pescado sobre una buena ración de arroz, siempre con algún rabanillo en vinagre o similar, los siempre sorprendentes y difíciles de identificar encurtidos japoneses. Por supuesto, para cuando llegaba ese momento ya habíamos pasado por segunda vez por los baños termales, cosa que explica la envidiable piel que lucíamos al acabar el curso. Un detalle aparentemente menor del concepto de alojamiento tradicional del Ryokan explica bastante bien por que uno se siente tan a gusto viviendo como el último samurai en el pueblo: el yukata. Esta bata de algodón que en España sería denominada erróneamente como kimono, era todo lo que necesitábamos para pasar un día entero, y nuestra única ropa cuando no llevabámos el mono de faena. Así que sólo nos quitábamos el keikogi para meternos en el onsen, y de allí salíamos ya en yukata, a veces incluso en pelota picada debajo, directamente a comer. Como no procede siquiera calzarse, pues en pies que íbamos directos al comedor para tener la auténtica sensación de que, en un Ryokan, no hace falta llevar equipaje. Hasta el cepillo de dientes está incluido para que puedas apreciar que en Japón, cuando uno va a un hotel, se espera que no haya que preocuparse por nada en absoluto.

La siesta era obligada para estar a punto para otras tres horitas de práctica, hasta que hacia las cinco y media o seis la jornada se daba por concluida, aunque sólo en términos jodokas. El deleite con las cenas, en las que no faltó un sólo día el sashimi a discreción, del que se abusaba sin contemplaciones, era el momento de mayor relajación, consumo de cerveza y socialización en general. La sobremesa se alargaba hasta desafiar la paciencia de los empleados del hotel, que trabajaron sin descanso durante toda la semana y, en el más puro estilo nipón, jamás osaron decir cuando debíamos abandonar el comedor. Pero es que se estaba tan agustito en el tatami, con nuestros batines… Por suerte todo está previsto en esta fantástica cultura, así que la siguiente estación era el bar. Otra vez auténtico donde los haya, esta habitación tenía unas curiosas mesas a ras de suelo, lo habitual allí, pero con el suelo rebajado justo en la zona de las piernas de forma que uno podía sentarse en un estilo más occidental, sin dejar de estar en el suelo. La mesa además, se abría en el centro para hacer allí mismo el fuego, motivo por el cual colgaban del techo unos instrumentos de hierro con forma de peces en los que suponemos que uno se hacía la sopa, o qué sé yo, aunque me lo explicaron ya no recuerdo muy bien cómo funcionaba porque en esos momentos empezaba a correr el sake, que pedíamos en voz más alta cada vez para recordar nuestra escena favorita de «El último samurai». En ese momento los papeles se perdían poco a poco, como parte de la tradición marcial por supuesto, ya que un maestro no se fía completamente de su alumno hasta que se ha emborrachado con él, como Vicente se encargó muy bien de explicarnos. Memorable el día que descubrimos de manos de los brasileños qué era aquello de la cachaça, fantástico destilado de caña de azúcar del que dimos buena cuenta aprovechando el cumpleaños de una de nuestras colegas brasileiras. Era este el momento de emular a nuestro actor fetiche, y al grito de «¡a por las suecas!» lanzarse en pos del ligoteo más descarado, arte aún más difícil en este mundo marcial. La diversión desde luego estaba asegurada, no así el éxito de nuestros intrépidos expedicionarios, cosa que no impedía que más de un día la hora de irse a la cama fuera intempestiva.

El día de descanso se destinó a visitar la ciudad de Matsumoto, de la que estábamos algo alejados, donde persiste uno de los tres castillos enteramente de madera más grandes de todo el país. Persiste es un decir, porque como todos los edificios, había tenido que ser reconstruido en varias ocasiones con motivo de diferentes fuegos y bombardeos.

La semana pasó en la misma tónica, por lo que antes de que nos diéramos cuenta estábamos camino de Tokio, sin intención alguna de descansar, sin tener una idea de lo que se nos venía encima. Pero esa es una historia que, para suerte vuestra merece ser contada en otra ocasión …

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