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Gasshuku de primavera en Guadarrama (Marzo 2008)

por Borja Cabellos

 

Las nuevas experiencias siempre comportan un cierto temor ante lo desconocido junto con grandes dosis de emoción en previsión de lo insólito, inesperado o simplemente, y perdón por la redundancia, nuevo.

Es curioso el espíritu con que uno se enfrenta a estas situaciones. Aunque realmente desconozco si esto pasa con todas las personas en sus inicios o solamente me ocurre a mí. Quizá, es que simplemente cada uno se enfrenta a la novedad y afronta cada nueva experiencia de una manera personal y particular, que inevitablemente, y por mucho que me empeñe, no podrá ser explicada a otros de una forma definitiva, y que probablemente los demás no terminaran de entender.

En mi caso cuando afronto una situación de estas, paso por una fase previa, de unos cuantos días, de anticipación y deseo de comenzar, seguida por una fase de pereza absoluta, de decir «para que vas a empezar algo nuevo» que por suerte no suele durar lo suficiente como para convencerme de desistir de mi intento.

Una vez plasmada esta pequeña digresión y superados mis miedos y ansiedades, tomo la bolsa de viaje con el equipaje correspondiente a la actividad que voy a emprender, monto en el coche, pongo música adecuada para la ocasión y todas las dudas se desvanecen con un «¡vamos allí!» medio suspirado medio exclamado.

Hasta Guadarrama apenas media hora de conducción (a mi velocidad, que no es mucha), con objeto de no llegar ni demasiado pronto para no estar perdiendo el tiempo esperando, como suele sucederme, y por supuesto para no llegar tarde.

Hallar la residencia es sencillo, lo mismo que acceder a la misma y empezar a charlar con compañeros que se me han adelantado, y que como suele ocurrir en las artes marciales no competitivas, son pausados, amables y acogedores. Un tranquilo paseo por las instalaciones hace que el fin de semana y el seminario ganen muchos puntos en mi escala de expectación.

La emoción comienza a despertar a medida que el resto de la gente va llegando, especialmente cuando lo hace el maestro, puesto que es como el pistoletazo de salida para el comienzo de las operaciones. Recoger la llave de la habitación y ponerse la ropa de trabajo son cosa de instantes que vuelan, a pesar de ser la primera vez que me meto en una hakama. Cuando mis manos asen la bolsa de las armas la exaltación del momento desaparece como por arte de magia, siendo sustituida por una calma absoluta del que ya está metido en faena, aunque esta no haya comenzado realmente.

El césped est· húmedo, y frío al principio (prefiero estar descalzo para sentir mejor el suelo y tener que preocuparme menos de mi maltrecha rodilla derecha), pero esto lejos de resultar molesto, al contrario, provoca una sensación agradable que termina por sacudir la pereza y hace que los sentidos se entonen más fácilmente con el trabajo a realizar.

La mañana transcurre entre la técnica básica (Kihon sotai dosa) mil veces repetida y la corrección incansable y permanentemente atenta de Borondo-san de tal manera que a pesar que como novato que soy mi utilización de la energía de que dispone mi cuerpo es absolutamente ineficaz, mi musculatura se agarrota por esa misma mala utilización, y el trabajo resulta, para mi, agotador, la mañana desaparece casi sin darme cuenta, señal del que el trabajo es interesante en su intensidad, y la actividad y concentración mentales son las adecuadas.

Una vez vestidos nuevamente de calle, un paseo m·s extenso que el vespertino por las instalaciones nos hacen ver que los encargados de elegirlo han hallado un entorno ideal para el Gasshuku del verano, aunque todos nos tememos que va a ser un evento, cuanto menos, cálido.

La comida, pantagruélica en su abundancia, sabrosa y de calidad, desemboca, de manera inevitable y casi diría que autocomplaciente, en un rato de sesteo que aprovecho hasta el último minuto, con objeto de relajar la musculatura (y prepararme para la siguiente sesión).

La sesión ideal para mi gusto: katas.

Soy un autentico convencido que para empezar a correr es necesario empezar a andar.

La técnica básica es fundamental, pues si no se domina el resto del proceso de aprendizaje y formación estará pervertido.

Lo creo con la convicción que me confieren muchos años enseñando y tratando que mis alumnos caminen antes de nada y muchísimos años más como alumno. Lo creo con la experiencia del autodidacta que sabe de los errores cometidos por no tener la guía adecuada, errores de difícil, si no imposible, corrección posterior, y eso en el caso de que la suerte venga a nuestro rescate haciéndonos saber que hay algo que hacemos de manera incorrecta. Por tanto no es posturita maniquea, sino profundo convencimiento.

Dicho esto, también he de decir: me gustan hacer katas. Pienso que son la sublimación de la técnica y la practica. Si además quien te enseña a comenzar a moverte entre ellas, no solo te explica el porque de las cosas, corrige tus incorrecciones y aporta variantes de otros estilos con la explicación de las mismas, practicar se convierte en un placer continuo, en que poco a poco, muy despacio, uno pasa de hacer torpemente un movimiento aprendido, a realizar ese movimiento, con la misma torpeza, me temo, pero encontrando en el un sentido y una finalidad m·s all· de lo artístico pero que de momento, en mi «novatez» no calificare de espiritual (al menos no todavía).

Si a esta satisfacción unimos el hecho de que la espada, el boken en este caso, es un arma que me atrae, con cuyo manejo disfruto y que poco a poco voy descubriendo los atractivos del Jo, es fácilmente comprensible que de nuevo el tiempo desparezca de mi consciencia y que cuando el maestro determina el final de la práctica, lo primero que pasa por mi cabeza sea un «¿Ya?» sorprendido.

Ducha, cena, y videos interesantes completan una jornada inolvidable que debo cortar cuando me doy cuenta que a pesar de mi interés estoy dando cabezadas en mi asiento, y por tanto me retiro a la habitación.

La segunda jornada del seminario comienza con una especie de resaca mental producida por el cambio horario que ha tenido lugar durante la noche, y con mi mal carácter habitual al levantarme. Pero solo dura hasta el primer café. A partir de aquel, el mundo vuelve a ser brillante, dejo de odiar a cuantos me rodean y a pesar de las agujetas, la perspectiva de una nueva sesión de trabajo poco a poco se filtra en mi adormilado cerebro y a resultar apetecible.

Para no extenderme y no repetir, me limitaré dejar constancia de una segunda mañana dedicada al trabajo con la espada y el bastón corto (kenjutsu y tanjojutsu), explicaciones impagables y convivencia con los compañeros.

Cansancio infinito, satisfacción sin límites y una vuelta a casa pasada por agua: tres ingredientes que retratan aunque sin alcanzar a dimensionar de forma completa mi estado de ánimo, y el recuerdo de una experiencia inolvidable.

¡Vale!

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